La Dictadura militar en Grecia (1967-1974)
¿Cómo enfocar el fenómeno autoritario?
Georges Contogeorgis
Universidad Panteion de Atenas
1. Introducción
El régimen autoritario en Grecia plantea una cuestión general ligada a la vez a la naturaleza de la sociedad griega y al contenido de los cambios de nuestra época. En este sentido, la comprensión del fenómeno presupone responder a la cuestión de qué lugar ocupa dicho régimen en el sistema político griego en general e incluso a la de su relación con regímenes análogos o con los totalitarismos de entreguerras y con la península Ibérica.
Nuestra hipótesis de trabajo es que en Grecia, el régimen autoritario constituye un paréntesis en el sistema político no acorde con su propia naturaleza y, más aún, un síntoma exógeno resultante de la no-armonización de la sociedad griega con el déficit democrático de los agentes de la guerra fría. Contrariamente a la Dictadura en Grecia, los regímenes autoritarios de la península Ibérica son una prolongación y, en cierto sentido, un residuo de los totalitarismos de entreguerras.
2. El régimen autoritario y la sociedad civil. La sociedad como contra-parámetro del sistema político.
El esquema interpretativo que emprende el estudio del fenómeno autoritario en nuestra época, centra su atención en el indicador de la sociedad civil, es decir en el grado de presencia de los intereses organizados de la sociedad en el seno de la dinámica política. Esta hipótesis plantea que el fenómeno autoritario va a la par del hecho de que las coordenadas socio-políticas que surgen fundamentalmente de la economía no están lo suficientemente desarrolladas como para ser percibidas como grupos de presión en el terreno del poder político, imponiendo su asociación a este último.
Con este esquema se dan por supuestos dos realidades: por una parte, la propensión natural del poder estatal a concentrar una fuerza cada vez mayor, hasta tal punto que la línea de demarcación entre legalidad e ilegalidad es difícil de discernir; en segundo lugar, la ausencia natural de la propia sociedad como agente del proceso político, que la modernidad sitúa conscientemente en el ámbito privado.
Al mismo tiempo, en este esquema está ausente el parámetro de la naturaleza del sistema político y en particular el hecho de que dicha ausencia da lugar a un claro desequilibrio entre el detentador de la competencia política y la sociedad privada que, en primera instancia de mediación, el partido, y en segunda instancia, la sociedad civil, deben reestablecer. En el fondo, el sistema político moderno no es representativo. La representación no constituye una función intra-sistémica, como parámetro orgánico no nace del sistema político. Se trata fundamentalmente de una opción que parte de la idea de que la sociedad – y más aún sus parámetros constitutivos- no está lo suficientemente desarrollada como para ser incluida en el proceso político.
Numerosos son los signos pragmatológicos y sobre todo institucionales que confirman el carácter fundamentalmente no representativo del sistema político y, por extensión, la autonomía garantizada del poder político. Me limitaré no obstante a dos de estos signos, ambos esenciales: el primero se refiere a la finalidad política que se concentra en el interés “general” o “nacional” o “público/del estado” pero no en su interés social inmediato, el cual obligaría al poder político a confluir, en el plano institucional, con el cuerpo social. Inversamente, esta meta no legitima al cuerpo social o al ciudadano para que controlen la política. No me refiero aquí a la posibilidad del discurso crítico surgido de la libertad individual sino al derecho constitucional que contiene el principio representativo por el cual el mandante determina el contenido de la acción política, obliga al detentador de la política a armonizarse con su voluntad, lo convoca, le pide cuentas por los actos perjudiciales o por las omisiones cometidas, y finalmente lo revoca. La dirección política, en tanto que poseedora de la competencia política universal, está por encima de la ley, encarna a la ley, “es la misma ley”. De ahí que el contenido de su política no esté sometido a la justicia y que, por otra parte, su vida privada se vea beneficiada por la inmunidad.
Es evidente que esta previsión contribuye a que el sistema político moderno preserve globalmente el carácter cerrado del poder político y su poder, en el fondo, ilimitado. Esto explica la razón por la cual la finalidad política – la nación por ejemplo- invocada por dicho sistema parlamentario ha sido la referencia preferida de todos los regímenes autoritarios, desde los totalitarismos de entreguerras hasta los de la Guerra Fría y de la época moderna. En este sentido, el debate sobre las válvulas de seguridad que estos regímenes pretenden mantener para impedir el cambio demasiado fácil de los fundamentos del sistema político (artículos de la constitución, por ejemplo) concierne tanto a los riesgos de desviación autoritaria eventual como, principalmente, a la perspectiva de mutación de ésta en un sistema representativo
La segunda válvula de escape que garantiza la naturaleza no representativa del sistema político moderno es en sí la apropiación de la calidad de mandante por parte del Estado. El hecho es que la dicotomía entre sociedad y política que la modernidad introduce como dogma, y con ello, el principio de la repartición de las actividades socio-políticas (división del trabajo, etc.) considera como literalmente injustificable la separación de la calidad de mandantes y mandatarios. La atribución de la calidad de mandante a la sociedad rompe pues el dogma político fundamental de la modernidad. El mandatario, es decir el Estado, posee totalmente también la calidad de mandante y, con ello, encarna el sistema político, es decir el conjunto del proceso político. Las normas internas, como el principio de separación de poderes, confirman precisamente este dogma a pesar de que a la luz de los cambios habidos en el siglo XX – en particular la homogeneización antropocéntrica de la sociedad, la concesión del derecho de voto, etc.- su importancia haya materialmente disminuido puesto que el detentador de la mayoría en las elecciones controla en principio, de forma invisible, el poder estatal.
El hecho de que la calidad de mandante no haya sido atribuida a la sociedad conlleva pues que ésta no confluya en el plano institucional con la política. El cuerpo social de los ciudadanos no es, con respecto al poder político, ni el representado – es decir el beneficiario del objetivo de la política- ni a fortiori una parte constitutiva del sistema político. Como sociedad de carácter privado tampoco tiene la competencia de precisar el contenido del objetivo no social de la política (por ejemplo el contenido de interés “nacional”). En primera y última instancia, es el detentador de la competencia política universal quien decide por su autoridad lo que es interés “nacional”, “general” o “público”. Frente a la autoridad del detentador del poder político del Estado, la voluntad de la sociedad, por el hecho de que goza de un estatus privado, es considerada como interesada, egoísta y en todo caso irresponsable e insuficiente.
La consecuencia de la naturaleza no representativa del Estado –del sistema político- es, como se sugiere más arriba, la constitución no politeica de la sociedad. Ésta, en tanto que “persona privada” no es ni sujeto ni agente del sistema político. Al igual que cualquier formación social que para existir en un marco social más amplio debe constituirse en “cuerpo” (en un grupo de presión, por ejemplo), también la sociedad, para funcionar políticamente, debe transformarse en demos. El demos define a la sociedad constituida en el plano politeico mediante un objeto preciso que equivale, al menos, a la calidad de mandante.
La entrada de la sociedad en el ágora política por su mutación en demos, tendrá, en todo caso, efectos anulativos para el dogma fundamental de la modernidad, es decir la dicotomía entre sociedad y política. Lo que plantearía finalmente, con nuevos fundamentos, la problemática de la contradicción entre autoritarismo y “representación”.
Esta naturaleza del sistema político moderno no debe atribuirse a invisibles intenciones de las fuerzas sociales y políticas que lo hacen funcionar. La representación – la transferencia de la calidad de mandante a la sociedad- no es en nuestros días un postulado. Refleja así, de forma directa, la fase cosmosistémica que atraviesa la época moderna, es decir la construcción antropocéntrica que sigue a la feudalidad. Por otra parte, la generalización de la calidad elemental del ciudadano sólo tuvo lugar en el transcurso del siglo XX., mediante la atribución al individuo, miembro de la sociedad del Estado, del derecho de voto.
Por el momento, ni las condiciones pragmáticas ni, por consiguiente, la sociedad, están tan maduras como para sostener un proyecto político diferente. Las prioridades de las sociedad se concentran en un problema fundamental, el socio-económico (la cuestión laboral, de la libertad individual, de la propiedad… etc.), aún sin resolver. La política sólo tiene un medio –Karl Marx lo calificó de superestructura- es decir, un componente operativo para alcanzar el objetivo social y económico.
En consecuencia, en la medida en que la confluencia de la sociedad con la política tiene lugar de forma extra-institucional, a través de fuerzas intermediarias (partidos, sindicatos, etc.) y tiene por proyecto la cuestión social, el peso de la legitimación electoral de los políticos no siempre es planteado como tema prioritario. La revolución y la asunción “golpista” del poder han estado y están aún un grado por debajo de las formas legítimas de ejecución del proyecto ideológico, del objetivo social.
La crisis del parlamentarismo en el periodo de entreguerras y el eco de las ideologías totalitarias confirman precisamente este estadio antropocéntrico primario. Un estadio que se caracteriza por las fluctuaciones de la constitución social, por la no-emancipación global del individuo en los nuevos roles que le reserva la época moderna y por la importancia fundamental del voto, por cuyo control las fuerzas políticas luchan. No es entonces fortuito que la noción de politización – y en cierto sentido de participación política– haya estado hasta nuestros días constantemente ligada a la adhesión gregaria o masiva del ciudadano al partido, al sindicato, etc., a título de militante; la politización ha sido tratada como una cuestión estadística sin relacionarla con el tiempo real que el ciudadano pasaba ocupándose de la política. La individualidad social, que va a la par con la libertad individual, no tiene su equivalencia en política. La individualidad política brilla por su ausencia.
Estas consideraciones permiten comprender por qué el fenómeno autoritario se produce precisamente en el periodo comprendido entre ambas guerras y la Guerra fría y no en épocas anteriores, y por qué se aleja de Europa a medida que nos acercamos a finales del siglo XX.
La ausencia efectiva de la sociedad del ámbito de la política explica la razón por la cual la problemática sobre el régimen autoritario inscribe más bien a dicha ausencia entre los componentes virtualmente benéficos del autoritarismo con la sociedad civil en frente. La entrada en juego de la sociedad civil como agente del sistema político ha estado directamente ligada al desarrollo global de la sociedad, en particular al desarrollo de su parámetro económico. Las fuerzas de la sociedad civil son ante todo las fuerzas económicas que revindican una voz en la política y naturalmente tomar parte en el proceso de toma de decisiones del poder. Cuanto más desarrollada parece la economía de un país, más fuerte se vuelve la sociedad civil y su participación en la política es mayor. El concepto de desarrollo político está imperativamente ligado al desarrollo de los componentes de la sociedad civil y no al de la sociedad como tal.
Así, el desarrollo de este segundo grado de mediación que promete la sociedad civil, limita la autonomía efectiva del poder político y disminuye proporcionalmente la posibilidad que tienen las fuerzas políticas de invocar, en su confluencia con la sociedad y sus necesidades, al laicismo. En este marco, la problemática de la “representación” es transferida del campo ideológico y del militantismo partidario, a la de la confluencia de los grupos de interés con el poder político.
No es éste el lugar para discutir sobre las consecuencias de esta transición. Señalemos, sin embargo, que la sociedad sigue siendo considerada como sujeto de mediación y no como agente del sistema político y, en todo caso, como un componente anti-autoritario.
Las observaciones que preceden explican, en nuestra opinión, la razón por la cual, la ciencia política moderna, para juzgar el grado de exposición de un país al autoritarismo (o a la democracia), debe utilizar como patrón su desarrollo económico y por lo tanto el desarrollo de la sociedad civil y no la propia sociedad. En este caso, la noción de desarrollo se centra en el tiempo presente y se plasma en el esquema centro (desarrollo) – periferia (sub-desarrollo). En este esquema está ausente, por lo tanto, un criterio más amplio que ligue el estatus de las sociedades con el desarrollo global del cosmosistema antropocéntrico
En este esquema, Grecia, al igual que España y Portugal, pertenece, según la ciencia social moderna, al Sur, que se inscribe como semi-periferia , casi como América latina. En la semi-periferia, las sociedades civiles son débiles y es la razón por la que estos países están expuestos al autoritarismo. Este esquema explica, en otras palabras, la incapacidad de los países de la semi-periferia de entrar en el círculo de la “democracia” como lo hacen , por ejemplo, los países del Norte.
Debemos recordar sin embargo que, incluso en estos países, la “democracia” está vaciada del cuerpo social y por supuesto de cualquier contenido representativo. Pero estos parámetros no son considerados importantes para el examen de la naturaleza del sistema político.
3. El régimen autoritario y el sistema internacional
Otro parámetro significativo ausente del enfoque del fenómeno autoritario es el parámetro exterior. La ciencia política se ha fijado en el Estado como objetivo primordial y ha cedido el parámetro interestatal de la política a otra rama científica, las Relaciones Internacionales. Esta elección ha hecho que se conceda una atención excesiva al peso de la política interior en la formación y funcionamiento del sistema político y que, inversamente, el contexto interestatal o, mejor aún, cosmosistémico en tanto que agente de la política interior, haya sido subestimado.
Sin embargo, la imbricada relación entre política intraestatal e interestatal o cosmosistémica hace prácticamente imposible cualquier intento de disociación. Pero, al mismo tiempo, el equilibrio de la influencia de ambas en la balanza global de la función política, varía según la fase que atraviese el cosmosistema global y a tenor de las relaciones de fuerza que se establezcan en el tiempo cosmosistémico vivido.
La utilización del régimen autoritario como medio de formación de las relaciones de fuerza interestatales, también surge de la fase que atraviesa el cosmosistema global. Para limitarnos a nuestra época, en la fase de soberanía estatal, la adhesión o la permanencia en un campo de países con opciones divergentes, se obtiene básicamente a través de los aparatos represivos del Estado o, en casos extremos, mediante una intervención militar exterior. Por el contrario, en la época de soberanía estatal relativa – la del Estado independiente, ciertamente, pero no soberano en el plano del poder- el recurso al régimen autoritario es un retroceso en la medida en que el complejo hegemónico se instala orgánicamente en el contexto de la política interior. El sistema comunicacional que sostiene esta evolución vuelve cada vez menos visible la distinción entre política interior y política interestatal, o mejor aún, cosmosistémica.
La diferencia es fundamental. En la fase de soberanía estatocéntrica, el poder político del Estado posee lo esencial de la política y por ello, el rechazo de las opciones de una política electoralmente legitimada, sólo puede tener lugar alternativamente a través de los aparatos represivos del Estado. El paso a la soberanía relativa del poder político, puesto que va emparejada al desarrollo de un sistema de comunicación polivalente y de una función de intermediario extremadamente poderosa, introducida por la sociedad civil, desplaza el campo de la política, más allá del poder estatal, al terreno de la sociedad y economía privadas. Pero la imbricación que se observa en este ámbito entre agentes interiores y exteriores, en el fondo ofrece posibilidades ilimitadas de armonización legitimada de la voluntad política del Estado con el interés del complejo hegemónico. Ello explica que en esta fase, coincidente con el período de la llamada “globalización”, el régimen autoritario es invocado cada vez con mayor frecuencia por las fuerzas que sueñan con la soberanía política del Estado porque creen que así blindarán su independencia contra las tentativas de zapa exteriores y la falsificación de su autarquía interior.
El caso de las dictaduras española, portuguesa y griega pertenece a la época de la soberanía estatal en el curso de la cual la apuesta política se centraba aún en el tipo de sistema social que sucedería a la feudalidad no obstante lejana o, para formular las cosas de otra forma, se centraba en la vía de la construcción antropocéntrica. La confrontación de las dos ideologías de la transición – el liberalismo y el socialismo- se cristaliza igualmente a nivel del cosmosistema global por la formación de dos campos homólogos que dieron lugar conjuntamente a los dos grandes polos de intereses estratégicos en el planeta.
El período de la Guerra Fría muestra que cualquier alternancia política en el seno del Estado que suponga la reforma o la modificación del sistema social, conlleva también potencialmente el desplazamiento de ese Estado al campo contrario o, en todo caso, a la ampliación de la influencia del adversario. Bajo el efecto de esta polarización se consideraba totalmente prohibida cualquier diferenciación en el ámbito de la política exterior susceptible de quebrantar la estricta definición de los dos campos.
Esta realidad planteaba inevitablemente la cuestión de la participación en el poder, permitida o no, de los partidos que profesaban un proyecto ideológico-social o político que no fuese totalmente conforme al sistema o a la bipolarización decretada. Dado que cualquier diferenciación con respecto al sistema o simplemente a la política exterior era inconcebible, la existencia o el advenimiento al poder de partidos que la expresasen no estaban, pese a todo, mal vistos. El bloque socialista resolvió esta cuestión mediante la pura y simple disolución del sistema social consustancial al adversario y, en el plano político, invocando el principio de la “dictadura del proletariado” que dejaba fuera de la legalidad al pluralismo de partidos. En el seno del bloque liberal, la cuestión se planteaba respecto a los partidos que expresaban la alternancia política. Así, el pluralismo de partidos era preservado, excepto en algunos casos en los que la actividad de los partidos comunistas era prohibida, pero la voluntad social que habría optado por la alternancia política era ilegalizada. Mientras duró la Guerra Fría, el acceso de los partidos socialistas al poder estuvo totalmente prohibido.
Las Dictaduras española y portuguesa no surgieron de esta problemática de la Guerra Fría. Aparecieron en el marco de la confrontación que se desarrolló en Europa entre ambas guerras y, en particular, del conflicto entre socialismo real, totalitarismos fascistas y liberalismos parlamentarios. Pero como residuo del sistema internacional precedente, se integraron en el clima bipolar de la post-guerra maximizando la vinculación evidente de estos países “herejes” al campo “occidental”
El caso de Italia fue muy problemático, puesto que su pertenencia a una cultura histórico-política de diferente naturaleza a la del mundo anglo-sajón, no favorecía la focalización unívoca de la política en su aspecto “operativo” y por consiguiente en su futuro económico-social. La imposición del régimen autoritario se evitó en Italia por razones coyunturales , a pesar de que estuviese admitido que formaba parte de los planes del complejo hegemónico de Occidente.
El caso de Grecia se asemeja al de Italia si añadimos que los cambios políticos internos se veían como una amenaza en una región considerada como un bastión estratégico en el flanco de la Unión Soviética y que, al mismo tiempo, se creía que el país no podría “hipotecar” negativamente la identidad política del campo occidental.
Por este motivo, el caso griego fue situado entre las prioridades del complejo hegemónico occidental, con su posición geopolítica como línea directriz que debía confluir, directamente, con el comportamiento político de la sociedad. En lo que a este punto se refiere, la gran expectativa del complejo hegemónico iba a la par, lo veremos, con una larga tradición de desobediencia declarada de la sociedad a sus opciones.
La seguridad de la no-alternancia en el poder y, por extensión, la disuasión de una voluntad social alternativa fueron consideradas, en principio, no sólo de forma preventiva “guiando” a los aparatos adecuados sino también de forma represiva, mediante la construcción de múltiples sectores de vigilancia así como la canalización de la oposición colectiva y particular. El equilibrio entre libertad y represión dependía directamente de la intensidad de la oposición, es decir del peso específico que registraban las fuerzas opositoras en la sociedad y la política. Ningún país del campo occidental escapó a esta lógica de la bipolaridad, incluidos los del complejo hegemónico. El argumento del “enemigo interior” condicionó el principio fundamental del sistema, el pluralismo de partidos, al hecho de que confluiría con su dispositivo liberal y puso la voluntad social en estado de vigilancia. Las libertades y los derechos humanos no eran considerados como un logro del sistema sino, en resumidas cuentas, un logro exclusivo de sus partidarios.
Evidentemente, en este clima, la tasa de represión no se corresponde con la débil presencia de la sociedad civil tal como lo pretende la ciencia política moderna y, por consiguiente, con el desarrollo económico de un país del mundo occidental europeo. En realidad, la diferenciación entre las sociedades civiles de los países de Europa occidental es mínima, lo que significa que las causas de la oposición deben ser buscadas en otro sitio, concretamente en el núcleo del problema político. Pensamos concretamente en el índice de desarrollo político y más aún, en el de disponibilidad del cuerpo social y de las fuerzas intermediarias para conformarse con el déficit democrático proveniente de la norma internacional. Los cambios observados en el mundo de la post-Guerra Fría y en particular desde la entrada en la era de la soberanía estato-céntrica relativa (la llamada “globalización”), confirman claramente el peso decisivo del factor exterior en la política interior.
En otras palabras, el déficit democrático de la época de la Guerra Fría no representa para los países europeos un problema interno típico sino una incapacidad congénita acorde con la fase que atravesaba la humanidad y cuya gestión había sido asumida por las fuerzas que constituían la red hegemónica. El caso del Chile de Salvador Allende es meramente indicativo. La ciencia política dominante, tratando de contribuir a la legitimación de las opciones estratégicas del complejo hegemónico de Occidente, imputó a la sociedad chilena un déficit democrático cuando ya había clasificado al país entre los que constituían la semi-periferia. El régimen autoritario en estos países es manifiestamente interpretado en función de causas endógenas y no exógenas, habida cuenta de la incapacidad de la sociedad global a apoyar la democracia.
El ejemplo griego reviste, desde este punto de vista, un extremado interés debido a la indicada especificidad de la sociedad griega.
4. La dictadura de los Coroneles como “incidente” en la política griega
La hipótesis de que la Dictadura de los Coroneles es un paréntesis exógeno en la cultura política griega debe combinarse con la observación de que dicha Dictadura no se corresponde con un clima interior propicio, susceptible de acogerla o al menos de justificarla como fenómeno político. En otras palabras, no se inscribe como una etapa en la evolución global del sistema político hacia el pluralismo representativo.
El hecho es que el sistema político griego es el sistema más antiguo, es el primer sistema político moderno de tipo representativo entre los Estados-nación, que se basa en el sufragio universal. Ni siquiera la monarquía absoluta impuesta por las potencias de la Santa Alianza (1832) se atrevió a abolir el sufragio universal ni, por extensión, el sistema de partidos “multi-clase” con las ideologías que lo acompañan. El principio de confianza manifestada de la cámara fue consagrado en 1843 en el seno del régimen de la monarquía constitucional instalado a partir de 1843, al mismo tiempo que se restablecía el parlamento abolido con la llegada del absolutismo.
Sin embargo, fundamentalmente, la monarquía hereditaria nunca se aclimataría al sistema político del Estado griego moderno. Siempre fue considerada como una institución exógena no adaptada al carácter legitimador, vía electoral, de los actores de la politeia, y como punto de apoyo de la tutela del país. Excepto un monarca, muerto en el trono durante su reinado –que coincide con la Guerra Fría-, todos los reyes fueron expulsados del trono e incluso uno fue asesinado. Todos fueron, más o menos, considerados responsables de las intervenciones políticas, aberraciones y aventuras padecidas por la nación, siendo el punto culminante la catástrofe de Asia Menor en 1922.
La cultura política griega se cristaliza en las Constituciones de comienzos del tercer decenio del siglo XIX que siguieron al inicio de la Guerra de Independencia (febrero 1821). El sistema político adoptado por las asambleas nacionales elegidas por el pueblo, es el republicano, pero se distingue por un poder central (gubernamental y parlamentario) extraordinariamente débil, simplemente coordinador. La elección de los detentadores del poder central no será, pues, la causa de la constitución de un Estado centralizador. El nuevo Estado de la sociedad griega era fundamentalmente “co-politeico” y se basaba en el sistema de koina (ciudades). Las normativas democráticas adoptadas en estas Constituciones no figuraban en los textos constitucionales contemporáneos de los países europeos y, lo que es más interesante, no están aún integradas en la cultura constitucional de la modernidad. Su fuente había sido, tal como veremos, el acervo de las sociedades griegas.
Incluso el régimen político introducido por Jean Capodistrias, tras su elección como presidente de Grecia (1828), sólo constituye, según datos actuales, un sistema presidencial relativamente moderado. El propio presidente lo presentó como “provisorio” esperando evitar de esta manera, la cólera de las potencias caracterizadas por el despotismo absoluto para las cuales este régimen era una importante provocación. Cuando al principio de su presidencia Jean Capodistrias recibió informes aconsejándole la abolición del sufragio universal – que dentro de las koina era un sufragio de decisión y no sólo electivo- para “europeizar” al país, objetó que se trataba de un derecho ya inalienable para los griegos puesto que era un elemento inherente a su secular historia política.
La constante del parlamentarismo basado en la legitimidad electoral (el sufragio universal) no se vio amenazada por la gran crisis provocada por el choque de la derrota en el frente de Asia Menor que llevó a la pérdida de un foco vivo del helenismo más allá del Mar Egeo y a la instalación de un millón y medio de refugiados en un país que contaba con menos de cinco millones de habitantes. Los disturbios políticos desencadenados llevaron al declive del trono y al advenimiento de la II República Helénica (1924-1935). En la prolongación de la incertidumbre política que dio lugar a una de las más graves crisis del helenismo, surgió el primer régimen esencialmente dictatorial del país (1936-1940) que fue impuesto por el trono para asentar su restauración golpista.
Finalmente, es interesante observar que las fuerzas de resistencia a la ocupación nazi, reintrodujeron el sistema de las koina acompañado de un sistema de democracia (directa) con el fin de infiltrarse en la sociedad griega , y que la gestión de la guerra civil (1944-1949) tuvo lugar a partir de un régimen fundamentalmente parlamentario y del sistema de partidos a él vinculado.
5. La sociedad como parámetro de la vida política.
Tales constantes del sistema político heleno son producto de una especificidad global de la sociedad griega que remonta a su alto grado de desarrollo político.
Hemos constatado que las ciencias sociales modernas intentan interpretar el fenómeno autoritario a través de la disociación que se perfila entre la sociedad civil y el poder político del Estado que incluye el fenómeno de los partidos. Hemos constatado, igualmente, la ausencia de la sociedad en esta problemática, atribuida a su efectiva ausencia de la vida política. La sociedad moderna tiene simplemente un estatus privado y se le atribuye un enfoque saludable y en todo caso “operativo” en la política. Como campo de la actividad humana, la política es desconocida, la gestión de los asuntos sociales pertenece exclusivamente a las fuerzas intermediarias y al poder del Estado. El dogma de la dicotomía entre sociedad y política sugiere que el ciudadano no dispone de una individualidad política y que el cuerpo de ciudadanos no puede constituirse políticamente, convertirse en una parte inherente al sistema político.
Inversamente, el reconocimiento en el seno de la sociedad griega de un alto grado de desarrollo político plantea dos cuestiones: la primera se refiere a las consecuencias sobre la vida política, al funcionamiento del sistema político; la otra se centra en los orígenes de esta especificidad.
El reconocimiento a la sociedad griega de un alto grado de desarrollo político da por supuesto que sus miembros y ella misma, como un todo, deben ser tenidos en cuenta como agentes de la vida política. En este caso nos vemos obligados a revisar globalmente el devenir político: el papel de la sociedad civil y el fenómeno de los partidos políticos será diferente, al igual que lo será el lugar del poder político en el sistema político. La presencia activa de la sociedad transforma, igualmente, el objetivo de la política o al menos el reparto de los roles a la hora de determinar su contenido y su desarrollo.
El alto grado de desarrollo político del cuerpo social se manifiesta, ante todo, por la presencia política extremadamente fuerte de sus miembros y por el interés conexo hacia los acontecimientos políticos. Al mismo tiempo, la alta demanda de política pone de manifiesto la existencia de prioridades diferentes que son asignadas a la política . El nivel de desarrollo político diferencia también profundamente la participación política y sus manifestaciones. La sociedad políticamente desarrollada se aleja del comportamiento gregario o de masa del supuesto militante que da lugar a los partidos de masa, a la carta blanca otorgada a las fuerzas de intermediación y a la soberanía política del poder o a un enfoque de la política en términos de clase o ideología con el proyecto de la propiedad y el trabajo. En lugar del ciudadano-militante gregario aparece la individualidad política en el sentido de que el ciudadano constituye una entidad política activa dotada de un derecho de intervención personal y directa. La relación de este ciudadano –que funciona como si fuese miembro del sistema político y no sólo del Estado- con la política no es sólo una relación de alianza y de apoyo de las fuerzas intermediarias, sino una relación dialéctica basada en una negociación directa constante con el personal político.
Durante todo el siglo XIX, cuando el Parlamento se reunía, los atenienses se reunían espontáneamente en las calles y en las plazas de los alrededores para “dialogar” con los diputados y negociar sus reivindicaciones. El político Charilaos Trikoupis (1832-1896), admirador del sistema británico (censitario y semi-despótico) de la época, pretendía que para que la vida política griega se modernizase, el político debía liberarse del abrazo asfixiante del ciudadano.
Esta politización no se mide por el índice estadístico de participación de cada individuo como miembro de organizaciones sociales (sindicatos de trabajadores, etc.) y políticas (partidos, etc.). En términos de manifestación gregaria de la politización, la sociedad griega presenta un retraso constante no porque la sociedad civil y el fenómeno de partidos no estén suficientemente desarrollados, sino porque se opone a la individualidad política y por consiguiente a la forma de participación política que ella esconde. Por el contrario, la politización medida en términos de tiempo real consagrado por el ciudadano a la política (en forma de diálogo, etc.) va muy por delante con respecto a cualquier otro país – y más aún en el pasado sin que el momento actual sea despreciable desde este punto de vista-
La politización basada en la individualidad política no se debe a una intensificación de la tensión originada por los problemas que la sociedad percibe. Se distingue por la forma de concebir el sitio del individuo en el sistema político, remite a un tipo diferente de ciudadanía y, en conjunto, a una relación entre sociedad y política que rechaza el dogma de la dicotomía profesada por la modernidad. Esta relación no confiere al individuo un estatus privado de hombre libre que “concede” la política a los intermediarios ni, mucho menos aún, admite que el ciudadano ha perdido la capacidad de mandante.
En el enfoque de la participación política subyace, en todo caso, el concepto de libertad política que es un elemento de un orden básicamente diferente al de la política concebida como simple derecho. La consideración de la sociedad como agente de la política constituye, en resumidas cuentas, un modelo de vida diferente del que ocupaba el individuo al comienzo de su paso de la feudalidad al antropocentrismo.
La especificidad de la sociedad griega está en la base de toda una variedad de diferenciaciones en el seno del sistema político surgido del Estado-nación, como la introducción – desde el principio- del sufragio universal, de los partidos estratificados, de un objetivo político inmediatamente (re)-distributivo y no orientado en función de las clases sociales, etc. Pero, al mismo tiempo, la coexistencia de una sociedad políticamente desarrollada y de un sistema político que hace valer como fundamento su estatus privado, no desembocará en una colectividad de la participación –puesto que carece de base institucional- sino en la preocupación individual del ciudadano por negociar con el político con su única arma, la del sufragio legitimante. La transformación de la relación de clientela en un sistema en sí, es precisamente el resultado de la separación suscitada por la falta de correlación del sistema político moderno con la especificidad política de la sociedad griega.
Esta relación diferente entre ciudadano y hombre político, así como el estado diferente de desarrollo antropocéntrico al que remite el desarrollo político de la sociedad griega, explican también que la legitimación del personal político tenga lugar en un contexto de constante conflicto. La verdad del Estado no es la verdad para el ciudadano. La presunción sugiere más bien lo contrario.
Esta misma especificidad puede explicarse el hecho de que el fenómeno fascista no haya prosperado en Grecia . En la Europa de entreguerras no existía una sociedad civil fuerte capaz de contra-equilibrar la esencia apolítica de la sociedad y contener la propensión natural de los actores de la política a encontrarla en una forma totalitaria del poder. La Grecia de entre las dos guerras acumulaba la crisis económica que sacudía a Europa y una crisis nacional y política sin precedente que planteaba a la sociedad griega, además, el dilema acuciante de una reconstitución radical de su orientación identitaria. En el otro extremo, en el contexto de la Guerra Fría, se puede imputar al alto nivel de desarrollo político de la sociedad, la falta de flexibilidad por parte de la clase política, y finalmente, la barrera autoritaria levantada por el agente internacional en el marco de la oposición a su “orden”.
6. Las bases de la especificidad griega
Está claro que el desarrollo político de la sociedad griega no puede ser atribuido a una razón “racial” o coyuntural ni tampoco a una evolución diferente de la sociedad en el contexto del Estado-nación. Se trata de un fenómeno cuya base es meramente histórica que remonta a su pasado inmediato pre-etnocrático.
Lo que distingue a la sociedad griega es su naturaleza antropocéntrica ininterrumpida que, desde sus inicios, sugiere que al contrario que otras sociedades europeas, nunca pasó por la feudalidad. Su paso al Estado-nación antropocéntrico ha sido endo-cosmosistémico y no inter-cosmosistémico.
El cosmosistema antropocéntrico en el cual ha vivido el helenismo durante el período pre-etnocrático ha sido –lo cual debe resultar sorprendente- el de las ciudades-Estados. Se trata del cosmosistema antropocéntrico a pequeña escala que vio nacer la época creto-micénica y que se cristalizó en la época clásica, antes de que se transformara en ecuménico.
La fase que atravesaron las sociedades griegas mientras Europa vivía la Edad Media feudal, luego el Renacimiento y el siglo de las Luces hasta el siglo XIX, fue la del ecumenismo post-estatocéntrico cuyo contenido fue fijado de forma definitiva en la época bizantina principalmente. Esta fase heredó de la época estatocéntrica no sólo el sistema de las koina (ciudades) y la economía crematística (o monetaria), sino también las politeias inherentes, como la democracia, la oligarquía, la representación, etc. Evolucionará aún, por ejemplo, en el tema de la constitución de la relación entre trabajo y capital que, por su transformación en una relación entre partenaires, llevará a la completa disolución del trabajo mercancía o esclavista .
La conquista otomana, como antes la conquista romana, aunque hubiesen abolido la base politeica antropocéntrica de la ciudad metropolitana, no afectó a la naturaleza antropocéntrica del sistema de koina (de las ciudades). Por otra parte, una vez absorbido el choque de la conquista, las sociedades griegas conocieron un importante nuevo impulso que llevó a la reconstrucción del carácter cosmopoliteico del poder central.
Así, las sociedades del sistema de koinas, antes de la Guerra de Independencia (1821), continúan siendo profundamente antropocéntricas y siguen viviendo una experiencia poli-politeica como en el pasado. Un gran número de estas sociedades tiene por politeia a la democracia (directa) que funciona en condiciones homotéticas, llamémoslo así, en comparación a la de los siglos V y IV antes de nuestra era. Cada sociedad se constituye en demos y por consiguiente en una parte esencial de la politeia a la que pertenece, como mínimo la capacidad de mandante con competencias decisivas. Pero en la ciudad oligárquica, la sociedad igualmente participa en el proceso político a través de las koina locales o sectoriales donde se constituye en demos. La ciudad también es el centro de un sistema económico que hace que la relación entre trabajo y capital no dependa de la propiedad sino de la participación de todos los partenaires en la medida en que contribuyen al proceso de producción. La sociedad de la ciudad continúa pues a asegurar cumulativamente hasta el final la libertad individual, social y política o, para nuestro caso, una relación orgánica del individuo con la política.
La clase burguesa, por su parte, lejos de vivir el estadio de la protogénesis en el seno del Estado, es ecuménica. Teniendo al ecumenismo como espacio natural, considera de forma hostil el proyecto de soberanía estatal y por lo tanto la protección del capital nacional.
El fracaso de la palingenesia nacional y la creación de un Estado- nación nacido muerto, dependiente institucionalmente de las potencias de la Santa Alianza, marcará el inicio de la descomposición del cosmosistema helénico o antropocéntrico a pequeña escala. El sistema de las koina será abolido incluido el trabajo entre partenaires, al igual que la esencia ecuménica de la clase burguesa. No obstante, la herencia de su lógica subsistirá como por ejemplo el enfoque negativo del trabajo dependiente o el desarrollo político significante y la incapacidad del cuerpo de ciudadanos para familiarizarse con el estatus de sociedad privada. Al mismo tiempo, hasta finales de la segunda década del pasado siglo XX, lo esencial de la clase burguesa griega continúa encontrándose fuera del Estado-nación, en el centro de su espacio histórico vital inmediato, confrontado allí también, cada vez más, con el etnocentrismo.
Una vez finalizada la retirada de Asia Menor y a partir de la reconstitución profunda de la sociedad y del Estado griegos, comienza a sentirse la presencia de una clase burguesa dotada de características etnocéntricas. Esta tendencia se acelera tras la segunda guerra mundial hasta que dicha clase burguesa “nacional”, se convirtió en una fuerza interna fundamental a partir de los años 1960.
A pesar de todo, si consideramos la cuestión de forma global, la clase burguesa griega, incluso viéndose obligada a ceder bajo los decisivos golpes asestados por las dos grandes corrientes del etnocentrismo y del socialismo que se desarrollan particularmente en su espacio vital, conserva aspectos significativos de su carácter internacional de forma que se puede afirmar que parte de esta clase tiene una mayor participación en lo que sucede en el mundo que en las actividades endo-estatales. Los armadores griegos, que deben su estatus a su carácter particular, son la manifestación más evidente de lo expuesto, al controlar el 16% de la flota mercante mundial y ocupar, con gran diferencia, el primer lugar en el mundo.
Es evidente que la lógica ecuménica o la lógica etnocéntrica de la clase burguesa, representan dos visiones diametralmente opuestas del Estado y de sus funciones y por consiguiente del sistema político. De la misma forma, el haber post-estatocéntrico o ecuménico de la sociedad, en términos de valores y mentalidades, principalmente en lo referido al trabajo y a la política, en otras palabras la libertad global, introducirá en el sistema político del Estado-nación dos niveles importantes de particularidades, una referida a la meta de la política, otra sobre el sitio del cuerpo social en el sistema político.
La particularidad referida a la meta de la política explica la razón por la cual, a la hora en que la Europa que renace centra su atención en el antagonismo entre dos proyectos ideológicos (liberal y socialista) para la construcción de la nueva sociedad antropocéntrica, la política en el Estado griego se desgasta en objetivos “post-clase” y “post-ideológicos”. Lo fundamental, en el siglo XIX y la mayor parte del XX no es, por ejemplo, la constitución social del individuo en términos de libertad o la atribución al mismo de la calidad elemental de ciudadano que conlleva la generalización del derecho de voto, sino la gestión de la relación entre sociedad y política en un contexto de tutela al cual el ciudadano sometía el hecho de que había sido despojado del sistema político y había llegado al estatus de persona privada.
Como ya he dado a entender, esta evolución y sobre todo la combinación de la individualidad política con el proyecto social “post-ideológico” o sencillamente (re)-distributivo en condiciones de sufragio universal, desplazarán la relación política de la lógica de la “colectividad de clase” a su articulación, siguiendo el eje de un sistema estrictamente clientelista. Así, a pesar de la confusión que reina a este respecto, el sistema de clientelismo –y no la relación de clientela- es un fenómeno post-clases que revela la ausencia de correlación o, más concretamente, el retraso del sistema político (por ejemplo su carácter no representativo), respecto a la naturaleza política de la sociedad. La sociedad políticamente desarrollada está destinada a funcionar en el interior del sistema como demos y no a limitarse a la esfera privada.
En este marco, la clase política ha sido llamada a gestionar ella misma y a hacer una síntesis de las oposiciones nacidas de la separación entre sistema político formal e identidad política de la sociedad. El sistema ha delegado en ella para que administre completa y auténticamente el poder del Estado frente a una sociedad cuya participación se resume a la legitimación electoral.
Por su parte, la sociedad se comporta políticamente como si ella poseyese, al menos, la capacidad de mandante y como si estuviese así legitimada para dictar su voluntad, controlar, participar en políticas de interés más amplio, etc. El ciudadano considera al político como su interlocutor personal.
El sistema de partidos, por consiguiente, será transformado en aparato intermediario que, habiendo desarrollado una red social sin precedentes sobre el territorio, bajo la égida directa de la clase política, encarnará finalmente al propio sistema político.
La obligatoria limitación de la sociedad griega surgida del sistema de ciudades al sistema político engendrado por el paso del despotismo al antropocentrismo primario debía llevar naturalmente a un nuevo sistema político que correspondería inevitablemente a las relaciones de fuerza políticas. Sin embargo, la ausencia ya mencionada de estas relaciones de fuerza de una clase burguesa “nacional” que habría equilibrado el “fin” de la política mediante la introducción de elementos “operativos” en su dispositivo, puede explicar su ausencia material hasta una época reciente, pero no puede explicar la naturaleza de clientelismo del sistema político . En todo caso, este sistema no se ofrecía ni a la eclosión del fenómeno fascista ni de “compromisos” que habrían acoplado la voluntad política al peso del país en el sistema internacional.
De lo que precede se desprende que, en la medida en que el fenómeno totalitario conviene a cierta fase de la transición hacia una sociedad antropocéntrica, la sociedad griega no se inscribe en el proceso. Sin embargo por las mismas razones, el carácter “recalcitrante” de la sociedad griega frente a las exigencias de la Guerra Fría obligará a los garantes del sistema a llegar a una represión creciente y finalmente a recurrir al régimen autoritario para dominarla.
7. La Dictadura, mayor expresión del déficit democrático de la Guerra Fría.
Si se analiza la Dictadura de los Coroneles bajo la óptica de los cambios sobrevenidos en la post-guerra, podemos decir que se trata del último eslabón de un largo proceso de tutelaje del sistema político griego que se inició con la guerra civil (1944-1949) y que se consolida en el momento de la Guerra Fría. Durante este período, de forma paralela al sistema parlamentario, se construye un régimen de control encargado de garantizar la estricta adhesión del país al dispositivo del complejo hegemónico de Occidente.
El garante supremo de este para-sistema era el Trono. Funcionaba simultáneamente como autoridad suprema del régimen parlamentario y, como Jefe de Estado (de las fuerzas armadas, etc.), como componente fundamental de sus limitaciones y de su abolición. En efecto, las raras ocasiones en que la política de la Corona y de los gobernantes divergieron públicamente al menos, pueden imputarse a que el “código” informal que regulaba la verdadera distribución de poderes había sido zarandeado, principalmente por la intervención de la Corona o de focos paralelos de poder .
En realidad esta dualidad fue un rasgo característico general de la Guerra Fría en todos los países del espacio occidental, incluidos los Estados Unidos de Norteamérica. La única diferencia, en lo que a Grecia se refiere, reside eventualmente en la intensidad de la represión, que, sin embargo, dependía en cada ocasión de la importancia de la oposición, es decir, del grado de correspondencia de la sociedad con el dogma de la Guerra Fría y no con el déficit democrático. En la medida en que la cuestión de la alternancia en el poder y más precisamente de la oposición a la hegemonía política del partido que gestionaba el régimen al finalizar la guerra civil, el partido conservador, que además defendía su posición, no se planteaba, debido al fraccionamiento de las fuerzas centristas y de su fracaso en su intento de dirigir la reconstrucción de la post-guerra civil e inspirar el contenido y el funcionamiento del sistema político, la vida política parecía estable.
Es necesario observar, no obstante, que las fuerzas centristas que intentaron gobernar el país en los momentos más críticos de la guerra civil y hasta 1952 suscitan una desconfianza creciente. Su proyecto de reconciliación inspirado por la opinión, la reivindicación de la democratización de la vida política, su relativa tolerancia con respecto a las fuerzas de izquierda, la sospecha de colaboración o de infiltración de elementos socialistas en sus formaciones políticas, constituyen suficiente argumento negativo para los campeones de la Guerra Fría. Así, los conservadores llegados al poder gobernarán sin mayores problemas durante un decenio dominando la vida política la Unión Nacional Radical (ERE) fundada en 1956 por Constatin Caramanlis y poseyó, desde 1956 hasta 1963, la mayoría absoluta en la Cámara de los Diputados. La estabilidad política y el relativo desarrollo económico durante este período privarán a las fuerzas del centro de su apoyo social, lo que las llevará a la división y aislamiento. En efecto, a partir del momento en que no posean un proyecto socio-ideológico alternativo que pueda oponerse a la política de la mayoría gubernamental, dejan de ser una oposición creíble.
La reconstrucción de las fuerzas políticas del centro liberal y de la social-democracia que luchaban por la democratización de la vida política, y la creación a este fin de la Unión de Centro (1961), serán presentadas al principio como un paso importante, susceptible de facilitar la alternancia en el poder sin causar fisuras en el sistema y de marginar a la Izquierda que, debido a la ilegalidad del partido comunista, representaba a la oposición en las elecciones de 1958 reuniendo 25% de los votos.
Esta reconstrucción del paisaje de partidos y la modificación de las relaciones de fuerza fueron el corolario de reajustes importantes en el seno de la sociedad griega.
En efecto, el período que va desde la guerra civil hasta la caída de la Dictadura, se distingue por un gran dinamismo en el ámbito de la economía, que se sitúa en una trayectoria de fuerte crecimiento. En 1952, Grecia se encuentra en los mismos niveles de antes de la guerra y, durante todo este período, registra un incremento constante del producto nacional que varía entre el 6% y el 7% anual con precios constantes.
La producción agrícola se duplica en el espacio de diez años, se consigue una importante reorganización de los cultivos, la superficie de tierras cultivables aumenta, la mecanización progresa muy rápidamente mientras que los productos agrícolas exportables se diversifican y se vuelven competitivos en el mercado internacional. En 1958, Grecia es por primera vez autosuficiente en cereales.
La industrialización conoce un desarrollo igualmente importante, registrando un crecimiento más rápido que el de otros países de Europa occidental. El papel del Estado será determinante en este sentido: tomará la iniciativa de inversiones considerables, tanto en infraestructuras básicas (de carreteras, ferroviarias, aéreas, de comunicaciones, electricidad, etc.) como en el ámbito puramente industrial y de servicios. Al mismo tiempo se añaden nuevas actividades “productivas” como el turismo que, igualmente con la intervención del Estado, ocupa a partir de los años sesenta un lugar destacado en la economía nacional. Finalmente, la marina mercante vuelve a ganar un terreno perdido y, en una década, la flota controlada por intereses griegos conquista el tercer puesto mundial antes de acceder a ser el primero algunos años más tarde.
Las consecuencias sociales de este despegue económico son espectaculares y alteran profundamente la naturaleza, estructuras y funcionamiento de la sociedad griega. Se registra una gran movilidad de la población, una migración de las regiones estrictamente rurales hacia zonas urbanas y, en este contexto, hacia las actividades industriales y de servicios. El número de personas que abandonó las regiones estrictamente rurales y se dirigió hacia las ciudades entre 1950 y 1970 es estimado en más de 700.000. La gran mayoría de estos emigrantes interiores se dirige principalmente a la región de Atenas, que alcanza los tres millones de habitantes en 1974 frente al millón cuatrocientos de los años cincuenta. A principios de los años sesenta, la población urbana del estado griego sobrepasa a la población rural.
Los efectos de estas mutaciones sociales sobre la vida política del país se hacen sentir de forma particularmente notoria.
Así nuevas fuerzas que vivían de forma concreta el clima de la economía de mercado, comienzan a hacer sentir su presencia en la vida social y política: una clase obrera políticamente activa, nuevos o antiguos grupos sociales de clase media de empleados del sector privado y público, numerosos grupos de profesionales, comerciantes y pequeños industriales, finalmente una clase burguesa que progresivamente participará en la vida económica internacional y que intentará la integración institucional del país en el devenir económico y político internacional. La asociación de Grecia a la CEE tendrá lugar bajo el gobierno de C. Caramanlis en 1961. Será no obstante un primer paso tímido que hará perder, en última instancia, la ocasión de una adhesión integral del país en la CEE en ese momento.
Dichas fuerzas jugarán un papel esencial en la unificación de sectores completos de la sociedad, y por ello, constituirán el vector de unificación del espacio político del centro. No es, por lo tanto, un azar que la Unión del Centro, constituida en septiembre de 1961, atraiga a la mayor parte de la clase burguesa innovadora. Tendencias análogas comienzan a aparecer en la Unión Nacional Radical (ERE), el partido en el poder. Expresan sin embargo una problemática más conservadora. En pocas palabras, la Unión de Centro reúne en torno a una reivindicación de democratización política, a un gran número de fuerzas sociales diversas y heterogéneas pero unidas por un mismo deseo de renovación en un marco liberal.
A pesar de que esta reivindicación haya bastado para llevar a la Unión del Centro al poder (obtiene la mayoría absoluta en las elecciones de 1963), no fue suficiente como par asegurar la cohesión. Así, incluso antes de tomar realmente el control del poder del Estado, las fuerzas políticas que cohabitaban en la Unión del Centro se lanzaron a una lucha interna por el control del partido y de la política gubernamental. Por una parte, el grupo liberal que quería aplicar una política moderada de modernización. Por la otra, el ala radical que insistía en poner en marcha un programa de orientación social y políticamente distante de los centros tradicionales de poder, principalmente de la Corona.
Los sucesos demostraron que el sistema político no estaba preparado en ese momento para resistir a la prueba de un desafío liberal y democrático. Igualmente, las fuerzas burguesas reunidas en la Unión del Centro no se mostraron dispuestas a aceptar que el cambio del partido no fuese más que hacia una social-democracia. A partir del momento en que estas tendencias centrífugas comenzaron a concretarse en el interior del partido, fue relativamente sencillo para las fuerzas surgidas del espíritu de la guerra civil y de la Guerra Fría, aprovecharse de la situación.
La “apostasía”, es decir la ruptura de la política de los liberales, debe situarse en un contexto más amplio y verse, en primer lugar, como la reacción natural de la Corona que expresaba el espíritu de la Guerra Fría y, en segundo lugar, como la manifestación de un sentimiento de inquietud por parte de una fracción de la Unión del Centro que no quería arriesgarse a perder el control del partido ni verlo evolucionar abandonando la perspectiva centrista, fundamentalmente liberal y moderada que se había trazado.
Desde el punto de vista de la evolución social, se constata que la ruptura de la Unión del Centro correspondía a una dinámica acuciante de adaptar la vida política y el Estado a una realidad más democrática. Asimismo, era la única forma de hacer posible la unificación del espacio político liberal con la aparición de fuerzas políticas de orientación socializante que recogerían las aspiraciones de la pequeña burguesía y de la clase obrera. En este contexto, la experiencia de las dos formaciones políticas liberales principales, el ERE y la Unión del Centro, no reflejaba la realidad social, mientras que la perspectiva de la evolución posterior de una de ellas hacia la social-democracia la obligaba a enfrentarse con las fuerzas que, históricamente, se alimentaban del clima de la Guerra Fría. La intervención abierta del Trono en la vida política (15 de Julio de 1965), inaugurada con la disolución del gobierno legítimo, marcará el fin de la legitimidad democrática que el país había vivido hasta entonces. Conducirá a Grecia a una era de desórdenes políticos y sociales que finalizarán con el golpe de Estado militar en 1967.
8. Naturaleza del régimen dictatorial
La instauración de la Dictadura de los Coroneles el 21 de abril de 1967 representa el último acto de la “contra-revolución” política que se había desarrollado y establecido gradualmente en paralelo a la legitimidad parlamentaria tras la guerra civil. La insistencia del Trono en conservar intacto el régimen “dualista”, que yuxtaponía el poder legal y las fuerzas de los poderes paralelos y que hacía que fuera el verdadero árbitro de la vida política, desencadenó reacciones en cadena en algunos medios oficiales que estimaban que se imponían medidas radicales para detener la dinámica política y social de la que emanaba el proyecto de democratización.
En este sentido, la Dictadura revela, por una parte, la incapacidad del Trono para controlar las divisiones políticas, excluyendo el ala socialista de la Unión del Centro para “guiar” las políticas del gobierno y, por otra, para manejar plenamente a los sectores de control del ejército.
Se ha convenido en que, como alternativa al intento por parte del Trono de alejar del poder al ala de la Unión del Centro considerada de izquierda, se había puesto a punto un plan de suspensión parcial provisional de la Constitución. La intervención golpista de un sector concreto del ejército compuesto de mandos medios no pertenecientes al grupo dirigente pero que había frecuentado los servicios secretos y conservaba estrechos lazos con el factor americano, no borra el intento de desviacionismo. Modifica completamente, sin embargo, las relaciones de fuerza para–politeicas.
En efecto, la iniciativa de los Coroneles, que suprime el Trono y el estado-mayor, se convierte en el núcleo del conflicto del régimen militar con el rey. La insistencia real en retomar la iniciativa conduce a su caída, tras un intento de golpe de Estado de opereta en 1967.
La Dictadura de los Coroneles se presenta como una junta militar típica que nunca logra su conversión en régimen político, como fue el caso de Franco en España y de Salazar en Portugal, ni tampoco logra una legitimación efectiva en la sociedad griega. No es fortuito que la reacción y la resistencia a la Dictadura hayan movilizado fuerzas de todos los horizontes sociales y políticos, incluidos burgueses y liberales.
El fracaso del intento de asesinato del dictador Georges Papadopoulos en agosto de 1968 por parte de Alexandre Panagoulis y la condena a muerte de este último, dan lugar a una movilización considerable, interior e internacional, que logrará impedir su ejecución. Al mismo tiempo, muestra la impotencia del régimen para hacerse aceptar por la opinión pública tanto nacional como exterior. Excepto los Estados Unidos de Norteamérica, la “cuestión griega” se planteó en todas las instancias internacionales. La movilización de la resistencia fue determinante en este sentido, así como las reacciones a menudo explosivas de amplias capas de la población, que alcanzaron su máximo exponente con Tales hechos obligaron a la Dictadura a movilizar abierta y masivamente a todo su aparato represivo.
A partir de ese momento es evidente que la Dictadura se enfrentaba a un grave problema de legitimación, mientras que las fricciones internas y el enfrentamiento con el Trono precipitaban los acontecimientos.
La ausencia de legitimación y, sobre todo el aislamiento de la Junta, la obligaron a plantear de forma constante, el argumento de que se trataba de un paréntesis transitorio destinado a sanear la vida pública, a detener la corrupción política y a reestablecer una democracia fuerte. El paréntesis con respecto a la Constitución era obligatorio para la salvación de la patria. La democracia, como promesa, no era por lo tanto la de la calle, del reino de la calle y de la anarquía. La supresión de los partidos y del Parlamento, el control total de los sindicatos y cooperativas había tenido lugar porque estas instituciones eran responsables de la división de la sociedad y del lamentable estado del aparato estatal.
El discurso político de la Dictadura fue sencillamente anticomunista; imputaba al sistema de partidos y a la clase política la decadencia de la vida política, la escisión y la corrupción, acusándolos de alta traición. La clase política era responsable de no haber mostrado claramente a la sociedad el peligro comunista. “El problema comunista de Grecia no es el de los otros países”, sostendrá uno de los protagonistas de la Junta. “El problema comunista de Grecia, por fuerza, se plantea desde la base: o los griegos o los comunistas. Dicho de otra forma, pienso que en el espacio geográfico que se llama ‘Grecia’ no hay sitio para ambos. O nos quedamos nosotros, los griegos, o los comunistas”. “El gobierno nacional ambiciona por lo tanto hacer de Grecia un bastión inexpugnable en el marco de la OTAN y un guardián de la civilización europea occidental en este rincón de Europa”. La ideología nacional del 21 de abril se resume en el tríptico “La Grecia de los griegos cristianos”.
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